jueves, 6 de noviembre de 2014

El hombre real y el sindicalismo. Hubert Lagardelle

Lagardelle

El hombre es, ante todo, obrero.
Lo es por las necesidades inmediatas de la existencia. Trabajar para vivir es una ley imperativa. El taller, la fábrica, la oficina, el campo, constituyen los cuadros regulares de nuestra actividad. En este sentido ya es el trabajo sagrado. Defender el propio trabajo es defender la propia vida.
El oficio sujeta al hombre más fuertemente aún. Le imprime su sello distintivo.
Por el ejercicio repetido de las funciones que impone, le da su pliegue, es decir, sus costumbres, sus gustos, sus formas de sentir y de pensar, y hasta sus gestos y sus  deformaciones. Física y moralmente, el hombre está moldeado por su profesión.
Por la obra misteriosa del trabajo, todos los resortes del ser humano están en tensión y todas las fuentes del genio individual abiertas. Añadiendo a la Naturaleza lo que tiene en él de nuevo, de po­sitivo y de “divino”, el hombre se supera a sí mismo: su personalidad se prolonga en la materia transformada.
Todos aquellos que han penetrado en la vida profunda del hombre han hablado del trabajo con una incomparable emoción. Son las páginas tan puras de Proudhon sobre la voluptuosidad íntima, “que resulta para el hombre de trabajo, del pleno ejercicio de sus facultades: fuer­za del cuerpo, habilidad de las manos, agudeza del espíritu, poder de la idea, orgullo del alma por el sentimiento de la dificultad vencida; de la naturaleza dominada; de la ciencia adquirida; de la independencia asegurada”.
Es también la rica investigación de un Bergson, descubriendo lo que hay de más intuitivo y de más personal en nosotros. “Si pudiéramos despojarnos de todo orgullo, escribe, si para definir nuestra especie, nos atenemos a lo que la historia y la prehistoria nos presentan como la característica constante del hombre, pue­de que no dijéramos “Homo sapiens”, sino “Homo faber.”
Es culpa de la democracia individualis­ta el haber dejado al productor sin defensa. El trabajador industrial no ha sido más que un elemento variable de los pre­cios; no un hombre, sino una mercancía. La explotación ilimitada del trabajo ha sido la base de las más atrevidas conquistas del capitalismo.
Entre los campos de batalla de la in­dustria, los muertos y los heridos han sido más numerosos que en las grandes guerras.
El siglo XIX ha clamado en gritos de horror, de revuelta y de piedad por estos sacrificios humanos.
Ni la protesta violenta de los socialis­tas; ni la intervención caritativa de la filantropía cristiana; ni la intervención tardía del Estado; ni las sublevaciones espasmódicas de los trabajadores hubie­ran podido modificar el fondo trágico de la realidad social. La evolución se ha encargado de poner en ella misma su correctivo. Ha concentrado en las fábricas grandes masas de trabajadores; del trabajador individual del taller, ha hecho un trabajador colectivo en la fábrica. El utillaje humano, como el utillaje técnico, no actúa ya más que en conjuntos compactos.
Del grupo económico al grupo social no hay más que un paso. Los mismos productores que el trabajo asocia, la defensa del trabajo los encuentra reunidos. La similitud de intereses crea la comunidad de sentimientos, y de esta agrupación for­tuita nace una conciencia colectiva. La clase social, inútilmente negada por la de­mocracia, aparece con todo su contenido: hombres materialmente juntados y moralmente unidos sobre el mismo plano económico.
Una clase que lucha por sus derechos tiene necesidad de una institución que la represente. La burguesía ha tenido el Parlamento; el mundo del trabajo tiene el Sindicato. Es la agrupación selecciona­da de los voluntarios que marchan ade­lante y combaten por los otros: es el ór­gano representativo de los productores.
No solamente obreros de la industria, sino de todos los que sufren la humilla­ción del trabajo “servil”. Una sociedad que tiene todos los grados y advierte al productor que la marca del signo de in­ferioridad no es duradera. Un día viene en el que los que viven de su trabajo se revelan: los Sindicatos obreros hacen es­cuela.

De este modo, poco a poco, y por imi­tación, el sindicalismo ha ganado la So­ciedad entera. Industriales, agricultores, funcionarios, empleados, profesiones li­berales, etc., han conquistado todo. Has­ta el Estado, su antítesis, que, bajo el peso de los problemas de postguerra, llama en su ayuda, en nombre de la com­petencia y de la técnica, los grandes cuerpos profesionales. Es la revancha del grupo.
Incluso en el orden moral, el sindica­lismo ejerce su atracción sobre los espí­ritus devorados de inquietud. En ese mundo ilusorio de la política y de la es­peculación obliga a ver claro, disipa las mentiras y a vivir con las cosas verdade­ras. Del plano superficial conduce al pla­no real que llena las formaciones nuevas, que esperan las conciencias en cierne, ya revista su forma obrera o su forma difu­sa; ya se afirme como la .creación personal del proletariado, o como la adop­ción por la Sociedad de un principio nuevo; el sindicalismo se opone a la de­mocracia, como la Economía a la Políti­ca y lo concreto a lo abstracto.
Hace más de medio siglo, el alemán Jacobí predijo que el nacimiento de los sindicatos obreros tendría, para un porve­nir próximo, más importancia que la ba­talla de Sadowa. Más cerca de nosotros, el profesor Aulard, el intérprete oficial de las ideas del 89, el acontecimiento más grande del siglo. Los hechos han confir­mado estas predicciones.
Para apreciar las aportaciones del sin­dicalismo, hay que remontarse a sus orígenes obreros. Poco importa el volumen y la fuerza numérica de estos sindicatos ardientes que, en la primera década del siglo, con sus débiles medios declararon la guerra al capitalismo y a sus instituciones. La historia les agradecerá esta brutal ruptura con una civilización moralmente fracasada. Detrás de esta escisión, el drama social aparece en toda su inmensidad.
Las ideas obreras que hicieron explosión en el curso de los años 1904-1908 no eran producto de construcciones abstractas.
Venían de una larga experiencia. Los sindicalistas los habían adquirido en el curso de una ruda resistencia a los bloqueos de los partidos socialistas o de las sectas anarquistas. Unos y otros pretendían utilizar los sindicatos para su propaganda electoral o antielectoral. Si ellos le reconocían un alcance práctico, la limitaban a las tareas secundarias de un corporatismo restringido: reivindicaban para ellos el monopolio de la transformación social.
De un salto, en 1906, en el Congreso de Amiens, los sindicatos rompieron el cerco de esas influencias rivales y pro­clamaron su independencia. Al abrigo de las infiltraciones del exterior, les intere­saba guardar una autonomía casi hostil y agrupar a los productores en el terreno exclusivo de la producción. Volvían a re­coger la vieja fórmula: la emancipación de los trabajadores será la obra de los trabajadores mismos.
Tenían que defenderse, sobre todo, con­tra los métodos políticos de los partidos socialistas, más amenazadores que las va­gas ideologías del individualismo anar­quista. Como todos los partidos, los so­cialistas, obsesionados por la conquista de los poderes públicos no veían en el obrero más que al elector: la lucha con­tra el capitalismo se reducía a una opera­ción parlamentaria.
Ilusión fácil de alimentar. Los socia­listas no habían perdido todavía, a pesar de su alma electoral, todo el prestigio de sus orígenes místicos. El recuerdo de las tradiciones heroicas; la tradición, en los días de fiesta, de una doctrina altiva, que reanimaba los espíritus; el penacho de sus viejos jefes y de sus oradores; los éxitos constantes en las elecciones; inter­venciones de gran explosión en las crisis públicas; todo ello formaba como un velo que ocultaba la lenta absorción del socialismo por la democracia política.
No costó mucho trabajo a los sindica­listas arrancar este velo, el día en que la revolución de Palacio, que después del asunto Dreyfus había dado el poder a los partidos democráticos, hubo traído todos sus efectos. La presencia del socialista Millerand en el Gabinete Waldeck-Rous­seau y el Gobierno oculto de Jaurès bajo el Ministerio Combés no habían cambia­do nada en las relaciones reales de las clases. Todo había tenido lugar en la su­perficie: solamente los equipos políticos habían sido renovados.
Se vio bien, cuando, bajo el golpe de conmociones parciales, los conflictos eco­nómicos vinieron a multiplicarse. Los partidos socialistas y las instituciones de­mocráticas pesaban poco en el choque de las fuerzas sociales. Contra un capitalis­mo de ante-guerra social y técnicamen­te retrasado, incapaz de elevar el nivel de la vida obrera con sus propios rendi­mientos, los trabajadores organizados se medían solos y concibieron una confianza exaltada en su acción autónoma de clase.
Lo que en realidad predicaban, no era el socialismo parlamentario, sino el parlamentarismo; no la política de un partido, sino la política de todos los par­tidos; no un intermediario impotente, sino todos los mediadores y todos los in­térpretes; no un juego de ruedas aisla­do, sino todo el mecanismo de la demo­cracia. Lanzaban, desafiador, su lema irre­dentista: el sindicalismo se basta a sí mis­mo. “Fará da se”.
Una práctica experimentada, en las lu­chas cotidianas, había revelado la pri­macía de la acción directa. Las conquis­tas obreras deben mucho más a la pre­sión pertinaz del proletariado que a la intervención protectora del poder. Orga­nizados los obreros, triunfaban por sus propios esfuerzos, sin esperar el concurso de la ley. Se manifestaba siempre, que en la vida social nada es gratuito y todo se conquista.
No se trataba ya, para liberar el trabajo, de tomar por asalto los poderes públicos y de cambiar los amos del Estado. Los sindicalistas sabían que, popular o burgués, el Estado, bajo esos aspectos diversos, conserva su naturaleza inmutable y sigue siendo lo que es: una pesada burocracia, exterior a la Sociedad positiva a la que aplasta con todo su peso.
Lo importante no es transformar el Estado, sino hacer retroceder. No teóricamente, a la manera del viejo liberalismo, que no le oponía más que un individuo anárquico, sino prácticamente por “instituciones obreras” nacidas de un gran esfuerzo colectivo de clase, y que le vaciarán de sus funciones usurpadoras y le lanzarán de retroceso en retroceso a su propio terreno. El levantamiento de la economía contra la política toma formas concretas: el trabajo se atribuye los pro­blemas del trabajo.
Esa trasferencia de las funciones so­ciales del Estado a las instituciones obre­ras creadas con todas sus piezas por el proletariado, es todo el sindicalismo. Su espíritu conquistador y realizador, estalla en esa llamada a las fuerzas inventivas de la clase obrera, advirtiéndola que, para emanciparse, no solamente debe destruir, sino construir.
El sindicato es, pues, más que una sim­ple prolongación del taller, donde los obreros vuelven a encontrarse entre obre­ros. Es el núcleo de un conjunto de obras engendradas por la vida de trabajo. Obras de defensa, de asistencia, de solidaridad, de educación, de aprendizaje de cooperación, etc., al corazón de los cuales se retira para elaborar los principios de un mundo nuevo, la selección organizada de los productores.
El sindicalismo ha sorprendido al mundo por la violencia de su ruptura con el orden establecido. Pero el mundo se ha impregnado poco a poco de las verdades nuevas que él traía. Su espíritu vive en él.
La marcha de las ideas es misteriosa. El camino que han tomado en su origen, describe luego curvas imprevistas. Conservan las huellas de su forma primera, pero se adaptan con plasticidad a los momentos y a los días. Si nuestra vieja sociedad encuentra ante ella elementos de una nueva cultura, es el sindicalismo a quien los debe.

Old Photograph Brewers Scotland

Fuente: http://alternativaeuropeaasociacioncultural.wordpress.com

miércoles, 5 de noviembre de 2014

¡Jóvenes españoles, en pie de guerra!

Para salvar los destinos y los intereses hispanos, LA CONQUISTA DEL ESTADO va a movilizar juventudes.
Buscamos equipos militantes, sin hipocresías frente al fusil y a la disciplina de guerra; milicias civiles que derrumben la armazón burguesa y anacrónica de un militarismo pacifista.
Queremos al político con sentido militar, de responsabilidad y de lucha.

Quizá se asusten de nosotros las gentes pacatas y encogidas.
No nos importa. Seremos bárbaros, si es preciso. Pero realizaremos nuestro destino en esta hora. La sangre española no puede ser sangre de bárbaro, y en este sentido nada hay que temer de nuestras acciones bárbaras. Vamos contra las primordiales deserciones de la generación vieja y caducada. Esa generación que durante la guerra europea hizo que España cayese en la gran vergüenza de no plantearse en serio el problema de la intervención, al lado de los grandes pueblos del mundo.

¡Guerra a los viejos decrépitos por no ir a la guerra!
La generación maldita que nos antecede ha cultivado los valores antiheroicos y derrotistas. Ha sido infiel a la sangre hispana, inclinándose ante el extranjero con servidumbre.
¡Esto no puede ser, y no será!
Hoy hay que emplear el heroísmo dentro de casa. ¡Nada de alianzas con los viejos traidores! El nervio político de las juventudes no puede aceptar los dilemas cómodos que se le ofrecen.
La revolución ha de ser más honda, de contenidos y estructuras, no de superficies. Los viejos pacifistas y ramplones quieren detenerlo todo con el tope de los tópicos. ¡Fuera con ellos! Volvamos a la autenticidad hispana, a los imperativos hispanos.

A un lado, el español nuevo con la responsabilidad nueva. A otro, el español viejo con la vieja responsabilidad de sus plañidos y sus lágrimas.

(«Ramiro Ledesma Ramos-La Conquista del Estado», nº 2, 21- Marzo - 1931)

lunes, 3 de noviembre de 2014

MANIFIESTO POLÍTICO

Desde la instauración de la monarquía borbónica, España se encuentra en una profunda decadencia generada por la ineptitud de la oligarquía gobernante.
Todo intento de rebelión popular ha sido brutalmente reprimido, logrando el aniquilamiento de nuestro país y la putrefacción de las fuerzas vitales nacionales.

Ante este estado de putrefacción que asola a nuestro pueblo, un grupo de jóvenes hemos decidido organizarnos y plantar cara al sistema.

Junta Sindicalista no es un partido político, somos una organización extraparlamentaria de acción directa, un revulsivo que despierte la conciencia nacional de los españoles.

Por ello, pedimos y queremos:

1- Eliminación del sistema capitalista. La actual crisis se trata de una característica que que se encuentra intrínseca en el sistema económico, que condena a la pobreza y a la esclavitud a los pueblos del mundo, mientras una oligarquía apátrida que concentra los mayores poderes económicos se enriquece.

2- Construcción de un Estado Nacional y Sindicalista, basado en la justicia social, defensa de la cultura nacional y una verdadera participación del pueblo en la vida política, que elimine la división que generan los partidos democráticos, adquiriendo a mayorías para sus propias luchas, que se limitan a luchas entre partidos, rompiendo así la unidad nacional del pueblo y convirtiendo a la nación en un campo de batalla electoral.

3- Organizar la producción mediante un sistema de sindicatos verticales por ramas, es decir, sindicalizar la economía. Sindicalización de las empresas, logrando la autogestión de éstas. Los propietarios de las empresas serán los propios trabajadores, gestionando los beneficios de la producción, eliminando el trabajo asalariado y la propiedad capitalista.

4- Nacionalización de la banca. No podemos permitir que la banca esté al servicio de unos intereses privados, pertenecientes a las capas con más capacidad económica de la nación, que practican la usura y la especulación.

5- Nacionalización de la tierra y explotación de los latifundios por cooperativas. La tierra debe ser explotada en régimen de usufructo por parte de los campesinos. Organizar un verdadero crédito agrícola nacional para dar al campo mayores recursos económicos. Sindicación de labradores para ensayar el cultivo colectivo y que el propio trabajador se organice en su propio sindicato. Expropiación de toda tierra por el Estado cuya propiedad haya sido adquirida o disfrutada ilegítimamente.

6- Reestructuración del Estado conforme a la división histórica de España. Descentralización municipal y comarcal. Defensa de la unidad de España y los pueblos que la integran.

7- Eliminación del patriotismo burgués, que instalado en las capas sociales de mejor condición económica, contentos con el sistema político basado en la democracia liberal y en su sistema económico capitalista, olvida toda preocupación por el pueblo, convirtiéndose en un patriotismo antisocial. Frente a esto, declaramos un patriotismo revolucionario y popular, sindicalista y anti-capitalista.

8-Lucha contra la mundialización, el imperialismo estadounidense y sionista, que han eliminado la soberanía de las naciones. Defensa y apoyo a todo movimiento de carácter identitario y revolucionario.

9- Recuperación de la soberanía nacional. Salida de la Unión Europea y de la OTAN. Establecer alianzas estratégicas con países no alineados.

10- Apoyo institucional para lograr un renacimiento de la cultura y las artes hispánicas.

Estos son nuestros principales puntos que deben complementarse con la acción.

Es la hora de la juventud. España tiene una revolución pendiente, revolución que todavía no se ha llevado a cabo ni se hará si la revolución no la encarnan las juventudes nacionales. Es el momento de entrar en la política de una manera contundente, mediante la acción y la militancia. La juventud no puede amedrentarse, tenemos que ir hacia nuevas metas y ganarnos el futuro. Tenemos que apartar toda ancianidad y toda fórmula política y económica que hoy condenan a nuestro pueblo, y dar a las grandes masas la conciencia nacional que necesita para llevar a cabo una verdadera revolución. Todo este cambio político, económico y social, es tarea de las juventudes y esperamos, que las juventudes nacionales acudan en masa a la nueva bandera sindical y revolucionaria, que llevará a nuestro pueblo a las más grandes conquistas.








JUNTA SINDICALISTA